EL ANTES Y EL DESPUÉS
Un viaje no se reduce a lo acontecido y vivido durante esos días, sino que la experiencia se dilata en el tiempo con antelación a él y de por vida. La emoción que se crea se convierte en un proceso vital, pero con una diferencia muy significativa y esperanzadora, la de que perdura y no muere sino que se gesta, nace, crece, madura y se perpetúa para siempre.
En primer lugar está la parafernalia del “antes”, es decir, tomar la decisión de hacerlo, escoger el destino y hacer los preparativos. Un cosquilleo nos recorre el cuerpo. En algunas ocasiones lo tenemos claro y ya hemos elegido, incluso desde hace tiempo ya; en otras, hay unas preferencias y valoramos las ofertas de viajes organizados para decantarnos por la que consideramos más interesante y a veces, no tenemos ni idea e indagamos para saber cuál es el lugar por el que nos sentimos atraídos. Empieza a germinar la semilla de la emoción.
Lo cierto es que una vez determinado, comienza el ritual apasionante de preparar el viaje. Nuestro destino nos está esperando: la emoción nace, por fin ha llegado a este mundo y empieza a dar sus primeros pasos.
Queremos instruirnos y nos empapamos de toda la información, vemos documentales, fotos y mapas. Hacemos la lista, aunque sea mental, de lo que necesitamos llevar y en cuanto podemos, salimos a comprar todo lo que nos hace falta. Nos embarga la dicha de saber que vamos a estar “in situ” y a ver todo con nuestros propios ojos, a escuchar, a oler, a saborear, a sentir…de alguna manera ya estamos viajando.
Nuestra imaginación comienza a trabajar y nos visualizamos allí, recorriendo los bellos paisajes, entrando en los monumentos, durmiendo bajo las estrellas, probando manjares exóticos, sonriendo a los niños, buceando entre el colorido fondo marino o contemplando un atardecer de película.
Se acerca el día. Abrimos nuestro armario y cogemos la maleta del altillo. La vemos vacía, pero nos damos cuenta de que está llena. En ella hay almacenadas multitud de vivencias, aventuras y momentos mágicos pasados. Y toca ir a por más. La emoción crece rápido como un niño que se abalanza sobre la pubertad sin apenas darse cuenta.
La noche anterior nos cuesta dormir. Ha llegado el día. El nerviosismo se apodera de nosotros porque es el momento de embarcar y se esboza en nuestro rostro una sonrisa permanente. Por fin iniciamos el viaje tan ansiado.
Ahora ya estamos en el “durante”. La felicidad es absoluta. Disfrutamos el momento presente. Nos conmovemos en riguroso directo. La emoción se muestra en su máximo esplendor, en el clímax. Se exhibe lozana, radiante, en plena ebullición, como la juventud. Los días dan mucho de sí porque los aprovechamos al máximo para hacer multitud de cosas. Descubres las bellezas en las que vivimos, la naturaleza pura, los animales increíbles y las sublimes creaciones del ser humano…Nos sentimos vivos. Nos sentimos llenos.
El viaje va llegando a su fin. Estamos contentos por lo vivido pero también por regresar a casa. Es el momento de volver. Las mariposas aletean en nuestro estómago pensando en la llegada, en la acogida y el abrazo con los seres queridos. Ponemos rumbo a nuestra vida.
Abrimos la puerta de casa y lo vemos todo diferente aunque nada ha cambiado, y es porque nosotros ya no somos los mismos, nos percibimos renovados. La emoción ha madurado y se mantiene serena. Nos invade una sensación de bienestar y calma muy placentera. Tomamos conciencia de que hemos entrado de lleno en el “después”. Colocamos de nuevo la maleta en el altillo vacía de trapos y llena de tesoros, mirándola con cuidado, custodiando la inmensa fortuna que lleva dentro en forma de recuerdos, experiencias y humanidad.
Pasan los meses y los años y te das cuenta de que las imágenes, las texturas, las palabras y sonidos, los olores, los colores, las miradas y sonrisas…se han grabado a fuego en nuestra alma dejando una huella imborrable.
La emoción ha evolucionado hasta alcanzar el final del ciclo vital. Sentimos satisfacción por haber hecho ese viaje, por el aprendizaje, por la tolerancia, por la solidaridad, por la sabiduría…pero lo mejor de todo es que dicha emoción nunca muere, no nos abandonará jamás y nos acompañará el resto de la vida en nuestra memoria evocadora.
La emoción ha transcurrido por el antes, el durante y el después del viaje. Y es profundamente maravillosa y única en todas sus facetas. No cabe una sin las otras y se mantiene siempre presente. Es inmortal. Esta hermosa sensación engancha y nos hace querer volver a vivirla una y otra vez. Se desarrolla una fuerte pasión por conocer mundo porque nos sentirnos bien, grandes, fortalecidos…
Una fuerza interior nos hace poner la vista otra vez sobre el globo terráqueo y girarlo. ¿Dónde esta vez? El ciclo ha comenzado de nuevo. ¿Te apuntas al ciclo de la emoción?
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